“No haré, lo que Cicerón exhorta a hacer a Ático, que, aun cuando no tenga nada que decir”, escriba lo que se le ocurra. “Nunca me pueden faltar temas”, escribe orgulloso a Lucilio, ni a él, ni a Montaigne ni a nadie que se ocupe de sus propios males en lugar de los ajenos. No debería, sin embargo, confundir la manera de ser con la naturaleza humana. A su carácter corresponde «menospreciar la muerte, abrir sus puertas a la pobreza, ejercitarse en la tolerancia al dolor, poner freno a los placeres”, a la naturaleza -según Eurípides- “la bebida de agua pura y el trigo de Deméter”.
¿Pan y agua? ¿No alardeaba Epicuro de “ser alumno sólo de sí mismo”? Quizá le sucediera como a Séneca, que loaba la austeridad a pesar de sus riquezas (ser-parecer, ¡eterno testigo de la hipocresía humana!). Aunque, probablemente, fuera por ignorancia, porque Epicuro, a pesar su sabiduría, era un hombre como otro cualquiera, y la presunción y el orgullo son inherentes a la naturaleza humana. “No hay agujeros negros” -proclama desafiante Stephen Hawking después de demostrar matemática y empíricamente su existencia. ¿Entonces? Horizontes “aparentes” que retienen temporalmente la materia y la energía. ¿Horizontes aparentes? Como decía un antiguo griego: “Los niños juegan con huesecillos, los hombres con palabras”.
Es una suerte, sin embargo, encontrar creencias que coincidan con nuestro carácter, porque, cuantos más alelos tengamos en común, más felices y a gusto nos sentiremos. Pero como fortuna, azar y destino son palabras que apenas entendemos, conviene escudriñarse profundamente, porque siendo la vida gradación -y las coincidencias variadas y múltiples-, cuanto mejor nos conozcamos, con más precisión sabremos qué aspectos de nuestra manera de ser coincide o no con Epicuro, Zenón, Sócrates, Marx, Bakunin, Mahoma, Jesucristo y Confucio. Pues si nos adherimos a sus dogmas, sin tener en común ningún alelo, nos sentiremos frustrados, infelices y desgraciados.
Con la Verdad no hay problemas, porque todos creen “tener razón, ser más y mejores”, como se ufana el cómico. No debería, sin embargo, sentirse tan orgulloso, porque sabemos por experiencia que la razón es inversamente proporcional al número de afiliados, y las valoraciones morales dependen de las circunstancias, dicho filosóficamente: la cantidad fundamenta su falsedad. O sin tantas sutilezas: “Desgracia es que la mayor prueba de una verdad sea el número de sus creyentes, siendo así que, en una multitud, los tontos sobrepasan, con mucho, a los sabios”. Se admira Cicerón que “existan gentes bastante crédulas para prestar fe a aquellas predicciones que se ven desmentidas diariamente por los hechos y acontecimientos”. Quizá ignore que credulidad y verdad son caras de la misma moneda.
Con la felicidad, sin embargo, hay que afinar el olfato porque Platón, por ejemplo, cree que “el hombre que hace depender de sí mismo todo aquello que conduce a la felicidad, ése es el sabio”, Estilpón y Séneca que “ha llegado a la perfección quien no ha dejado su felicidad al arbitrio ajeno”, Montaigne prefiere “no ser una carga para él ni para otros”, y yo, como él, “no tener expresa necesidad de nadie”, aunque, si de mí dependiera, elegiría saber en qué proporción el placer, la virtud y los bienes del cuerpo, del alma y de la fortuna forman parte del carácter o del ADN, si el lenguaje de la ciencia te parece más elevado y divino. ¿Cómo saberlo? Tirando hacia el lado contrario al que los demás tienden, no porque “los seres queridos, con buena intención te deseen el mal”, como advierte Séneca, sino porque, tu manera de ser no coincide con la de ellos.
Pero si, en la escala de la perfección moral, Séneca ocupa un extremo, Jenofonte está en medio si, como defiende en el Banquete, “no son sólo dignas de recuerdo las acciones de los hombres íntegros realizadas en los momentos serios, sino también las que hacen cuando se divierten”. Quizá creyese que la virtud, como la luz, ilumina escritos, palabras y actos. Homero, sin embargo, no creía “posible que un hombre fuese experto en todas las tareas”, tampoco Aristóteles si, como asegura, “Hipócrates era geómetra, pero parecía en otras cuestiones estúpido e insensato”. Quizá no sea un problema de inteligencia sino de perspectiva pues, según Platón, “Tales, mientras estudiaba los astros y miraba hacia arriba, cayó en un pozo, y una bonita y graciosa criada tracia se burló de que quisiera conocer las cosas del cielo y no advirtiera las que tenía junto a sus pies”. Aunque lo más probable es que la incapacidad forme parte de la naturaleza humana, o del carácter si, según confiesa Montaigne, “cuantas veces me han preguntado para qué creía valer. Respondo que para nada”.
Tenemos, pues, a Séneca en un extremo, a Sócrates en medio y, a Montaigne, por sus palabras, en el extremo opuesto, porque, no parece muy cristiano, creer, como Epicuro, que “el alma es una parte del cuerpo”: “Le hablo de Catulo y de Séneca, todo en balde, si su compañero sufre de cólico, dijérase que él sufre de lo mismo”. Quizá le suceda como a mí, que estoy tan familiarizado con su pensamiento que, a veces, no sé si la idea me pertenece, la he sustraído de sus Ensayos, las Epístolas o de cualquier griego o romano. Aunque, en el fondo, es lo mismo, porque lo que interiorizamos es tan nuestro como de ellos, ¿o creías que nuestras creencias y convicciones no tenían dueño?
Sorprende, sin embargo, que hablar del tiempo le parezca frívolo, y a mí, un rasgo de amistad, casi de enamorado. Quizá pensó que si cumplía al pie de la letra los dogmas estoicos desaparecerían sus vicios. Algo debió sospechar Montaigne, aunque su entereza ante la muerte inclinase en su favor la balanza. Pero nada ni nadie puede silenciar la naturaleza. Por mucho que maquille de moralidad los paseos en litera, su débil salud y la estancia en Bayas, confesar que no come setas ni ostras, que duerme sobre una tabla y que no se perfuma es tan trivial como hablar de lo tardía que fue la primavera, y lo persistente que fue el invierno.
Así que, al atardecer, al calor de vino, hablaremos de la luna que Ovidio contempló, desde su casa del Capitolio, la noche que marchó de Roma camino del destierro:
“Ya se iban acallando las voces de los hombres y de los perros, y la Luna, en lo alto del cielo, conducía sus caballos nocturnos”.
De las estrellas que Aulo Gelio observó, navegando de Egina al Pireo, con sus compañeros de estudio:
“Ocurría esto en una hermosa noche de estío, el mar estaba tranquilo, y el cielo despejado y sereno. Sentados todos en la popa, nos complacíamos en contemplar los astros que brillaban en el cielo”.
De las ciudades que Séneca visitó camino de Nápoles:
“He aquí que la Campania, y en particular la vista de Nápoles y de tu querida Pompeya han renovado de forma sorprendente la añoranza de ti: estás del todo presente ante mis ojos”.
Del torreón donde Montaigne escribió sus Ensayos:
“Desde la biblioteca domino toda mi mansión. Veo, a mis pies, mi jardín, patio, corral y a casi todos los miembros de mi casa. Ora hojeo un libro, ora otro, sin orden ni designio y a párrafos sueltos”
y “otras bagatelas propias de quienes buscan pretextos para conversar”.
Y, cuando el sol bordee el horizonte, y el cielo, exhausto, pierda su tono homérico, aguardaremos gozosos la llegada de las Pléyades, Orión y su perro Sirio, porque meditar sobre la muerte, la felicidad, Dios, la revolución y la justicia depende del carácter no de la naturaleza.
Cuídate