“La filosofía griega parece iniciarse con una ocurrencia extravagante, con la tesis de que el agua es el origen y matriz de todas las cosas”. Pero “lo que allí residía -proclama Nietzsche con entusiasmo- era un axioma metafísico cuyo origen se remonta a una intuición mística: Todo es uno”. “Otros pueblos -concluye- tienen santos, los griegos tienen sabios”. Pero si “Todo es uno”, como aseguran sabios griegos, romanos y cristianos, sabiduría y santidad serán aspectos o diferentes maneras de designar lo mismo, ¿o es que “las cosas grandes, admirables, difíciles y divinas que sabían Tales y Anaxágoras”, Platón y Sócrates, Marx y Lenin eran distintas de las que sabían Jesucristo y San Pablo?
“Para Marx, por ejemplo, la ciencia es una fuerza revolucionaria”, para Sócrates “es algo bello y capaz de gobernar al hombre” y, aunque difícil de adquirir –“lo que dentro de lo cognoscible se ve al final, y con dificultad, es la Idea del Bien”, advierte Platón en la República– “si uno conoce las cosas malas y buenas no se deja dominar por nada”. Pero, si la fuerza del Bien fuera tan poderosa, el efecto sobre la voluntad sería visible a simple vista y, nunca, desde que el hombre camina sobre la Tierra, se han observado cambios en el comportamiento humano, como atestiguan sabios griegos: “La mayoría son malos”, romanos: “Al hombre le complace arruinar a otro hombre”, cristianos: “Pocas cosas hay que más agraden a los hombres que el ensañarnos unos contra otros” y ateos: “El siglo XIX -asegura Nietzsche- no significa ningún progreso con respecto al siglo XVI”, ¡ni el XXI, el XXII y el VIII respecto al XX, al XXI y al VII!
El bien supremo -la tranquilidad, la felicidad, o como llamemos a la ausencia de dolor físico y espiritual- ha sido, es y será directamente proporcional al silencio y la soledad: que lo fue, lo sabemos por griegos y romanos, “Me he arrepentido de haber hablado, pero nunca de haber callado”, confiesa Publillo Siro como si la lengua formara parte del carácter; que lo es, lo sabemos “por propia experiencia”, como los necios, según Platón y Hesíodo; que lo será, no podemos saberlo ni tratar de averiguarlo porque, cuando vaticinamos, “la estirpe de los necios -canta Simónides- es infinita”. “Ni siquiera creo -añade Cicerón- que sea útil conocerlo”, aunque las creaciones del espíritu sean admirables, estimulantes y bellas.
Pero si el bien y el mal dependen “del parecer de la colectividad”, como arguye Protágoras, de la voluntad del sabio, como afirman Hegesias, Aniceris y Teodoro, o sea de la personalidad, de las circunstancias y del momento, saber lo que nos conviene no será cuestión de valentía, como pretende Yavé en el Génesis: “Del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas, porque el día que de él comieres, ciertamente morirás”, ni cuestión de sabiduría, como suponen Marx y Sócrates: “Nadie se dirige hacia los males voluntariamente”, sino de oportunidad, de manera de ser, de vencedores y vencidos, aunque, a posteriori, es fácil pensar que elegimos mal, equivocadamente. “Todo negocio -declara Montaigne– una vez pasado, me produce poco arrepentimiento porque no considero las cosas como son ahora sino como eran cuando las medité”. Sabio y útil consejo si la inteligencia, la fe y la prudencia abundaran tanto como la codicia, el odio y los celos.
“Confesemos la realidad: quien quisiera hacer un ejército, sólo compuesto de quienes van a él por celo religioso, no reuniría ni a una compañía completa de hombres de armas”, tampoco lo conseguiría con los que luchan por la justicia, la igualdad, la libertad y demás ideales, convicciones y creencias, el estómago siempre primará sobre el corazón y la cabeza, aunque, juntándolos, quizá se consiguiera. Pues, si “todo es uno”, fe e inteligencia serán aspectos de lo mismo. ¿De qué? De la verdad, ¿o es que la conducta del que grita consignas, agita banderas, vocifera sus dogmas difiere del que reza, canta y comulga? La verdad es la misma se crea o se razone, se argumente o se revele, se alcance por fe o por inteligencia. “No se desenfrenan inducidos por Epicuro sino que, una vez dados al vicio, esconden su desenfreno bajo capa de filosofía”, aclara Séneca. Ni insultan, coaccionan y matan inducidos por sus creencias políticas y religiosas, sino que dan vía libre a su dogmatismo, incapacidad y fe ciega, bajo capa de revolución, patria, libertad y justicia.
Pero si no vemos “las cosas igual por la mañana y por la tarde, sano o enfermo”, ¿cómo pueden las generaciones percibir la realidad de la misma manera a lo largo de los siglos?, ¿cómo pueden las ideas, los dogmas, las teorías y las creencias atravesar incólume el tiempo? No hay verdades sólo opiniones, perspectivas, diferentes manera de percibir las cosas. Si pudiéramos zafarnos de nuestra naturaleza, diluir nuestra innata visión maniquea, la llamen laica, religión o ciencia, percibir el cambio, la gradación, las ondas del espectro que conforman la naturaleza, comprenderíamos, como Marx, que “nada es inmutable”.
Pero si no hay nada inmutable, ¿cómo puede ser “la doctrina de Marx verdadera”, o sea inmortal y eterna, como pontifica Lenin? Porque mueren los individuos no las ideas. “La muerte aparece como una dura victoria de la especie sobre el individuo”, argumenta Marx como si la suya no evidenciara quien gana y quien pierde la batalla. No hay razonamiento, concepto, abstracción, argumento, palabra, doctrina y teoría capaz de eludir la condición humana. De nosotros depende la opinión; el dolor, el envejecimiento y la muerte de la naturaleza. “Nada hay más dulce que ocupar los excelsos templos serenos que la doctrina de los sabios erige en las cumbres seguras, desde donde puedas bajar la mirada hasta los hombres, y verlos extraviarse confusos y buscar errantes el camino de la vida”, canta Lucrecio. “Por medio de las Musas, llegué a las alturas celestes, y, después de aferrarme a innumerables doctrinas, nada hallé más poderoso que la Necesidad. Contra ella no hay remedio”, canta Eurípides. “Sólo estéticamente pueden el mundo y la existencia justificarse”, clama in crescendo el coro dionisíaco. ¿Justificarse? Los hechos no se justifican, se asimilan. Ni la justicia ni la memoria, ni siquiera el arte, sólo la belleza puede redimirnos.
Pero no son los individuos, la especie, la lógica lo que me interesa sino esa mezcla de ingenuidad, compasión, bondad, masoquismo e ignorancia que impulsa a los seres humanos a identificarse con sus potenciales verdugos, ¿o crees que, si por azar vencieran, dominaran, cambiaran las tornas, dudarían en eliminarlos? «Habéis degollado no sólo a los que de los nuestros permanecían en las creencias tradicionales, sino también a los que no plañen el cadáver de la misma manera que vosotros -recrimina Juliano a los cristianos. “Nosotros -advierte Stalin- no dejamos que nuestros enemigos tengan armas, ¿por qué dejaríamos que tuvieran ideas?”. ¡Porque no son las ideas sino los seres humanos los que torturan, asesinan y matan!
“Las naturalezas sanguinarias -comenta Montaigne- testimonian con los animales su natural propensión a la crueldad”, la del camarada Stalin -“Ella ha muerto y, con ella, todos los sentimientos de afecto que yo tenía para la humanidad”-, que quienes veneran personas e ideales desprecian la vida de los demás. “A veces los intereses de la humanidad tendrán que ceder ante los intereses de clase del proletariado”, ratifica Lenin como si nuestras secreciones mentales fueran reales, no flatus vocis: el obrero es bueno-el burgués malo, el pobre es bueno-el rico malo, el socialismo es bueno-el capitalismo malo, la izquierda es buena-la derecha mala, el manifestante es bueno-la policía mala. Y no es un problema de ignorancia sino de jerarquía, de autoridad, de fe, de obediencia ciega, de espíritus fuertes y débiles, de amos y esclavos.
Tampoco sus “sentimientos de afecto” debían ser numerosos, ni profundos, si “nuestro maestro”, como llamaba cariñosamente Neruda a papá Stalin, dejó un reguero de veinte millones de muertos. “Admírame -comenta Cicerón- que, aún, existan gentes tan crédulas para prestar fe a aquéllos cuyas predicciones se ven desmentidas diariamente por los hechos y acontecimientos”. Más sorprendente sería que no existieran, porque “toda razón -recuerda Montaigne- tiene su contraria”, o quizá lo dijera Protágoras.
Cuídate