Concluye Cicerón su quinta y última Tusculana preguntándose “en qué medida esta labor mía será útil a los demás”. A los demás no sé, a mí me han servido para escribir estas cartas, a él, según dice, de consuelo. Aunque más que los remedios eran las etimologías, los conceptos, los razonamientos, los argumentos a favor y en contra de las diferentes teorías los que aliviaban “los acerbísimos dolores y las variadas preocupaciones” que le acosaban. Quizá esa indecisión, ese deambular por todas las escuelas hicieran dudar a Montaigne -a pesar de los sentidos elogios de Cicerón, “¡Oh filosofía, guía de la vida, indagadora de la virtud y desterradora de los vicios! Un solo día bien vivido y acorde con tus preceptos es preferible a una inmortalidad sumida en el error”- de la sinceridad de sus convicciones. “Cuando Cicerón habla del desprecio de la muerte y cuando Séneca habla de lo mismo, advertís en aquél cierta languidez de que quiere convencernos de algo de que no está convencido. No os anima porque él no está animado, mientras Séneca os estimula e inflama”, asegura en uno de sus ensayos.
A mí, sin embargo, ese distanciamiento me parece encomiable. Pues si Sócrates “hizo descender la filosofía del cielo y la introdujo en las casas y la obligó a ocuparse de la vida, de las costumbres, del bien y del mal”. Quizá hablando de la muerte, del dolor, de las afecciones, de las pasiones y de la virtud como si se tratara de vino, sexo y caballos, dejemos de creer que el cosmos gira alrededor nuestro, que el universo depende de nuestras imaginaciones y fantasías, que hay un sentido oculto, una providencia que nos protege y vigila, en fin, que somos el ombligo, el epicentro. Y si piensas que nunca dejaremos de creerlo -porque, si admitiéramos que existimos por azar y por azar desapareceremos, que las personas buenas y honradas sufren idénticos males que malvados y corruptos, que no hay más lógica que la imaginamos e imponemos, no seríamos felices- quizá sea porque “se recibe lo comúnmente creído como una cosa sólida y firme, inmutable e injuzgable”. Pero si concebimos la vida no como un todo homogéneo, sino como un conjunto de instantes. Esa plenitud absoluta de bienes, es decir, la felicidad, podría darse en algunos momentos y, en otros, no, pudiendo “el mismo hombre ser tan pronto feliz como desgraciado”. Y entonces no “requeriría una vida entera”, ni habría que esperar a la muerte, ni sumar los instantes, sino vivir cada momento como si fuera toda la vida.
Además si no eran los remedios, ni la reflexión, sino la propia actividad racional la que aliviaba su dolor, es comprensible que le preocuparan más las incoherencias teóricas que su conducta. En la cuarta Tusculana, por ejemplo, confiesa que no tuvo en cuenta la advertencia de Crisipo y, con las heridas aún recientes, buscó alivio a su tristeza; en la quinta Tusculana que, a pesar de proclamar que la virtud es suficiente para la felicidad, sucumbió a los golpes de la fortuna. O sea que, cuando le afectaron las desgracias, no fue la razón sino su manera de ser la que guió su conducta. Es ley de la naturaleza “ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el nuestro”, al menos eso asegura Jesucristo, también Sófocles:
“No existe en verdad nadie provisto de tanta sabiduría
que, a pesar de haber aliviado con sus palabras las penas de otros,
cuando un cambio de la fortuna vuelve a él su ataque,
no se derrumbe ante la propia calamidad que le sobreviene,
de manera que las palabras y los consejos dirigidos a otros se vienen abajo”,
Cicerón: “Comprendemos y nos impresionan más los bienes y los males que nos afectan que los que se refieren a otros, por eso juzgamos tan diferentemente lo que a ellos atañe y lo que se refiere a nosotros”,
Plutarco: “Es lo más fácil del mundo reprochar al vecino”,
Séneca: “Observa de cuan distinta forma vive cada uno en público y en privado” y la experiencia.
Claro que no fue el primero ni será el último que tiene “dos caras, una para las palabras y otra para los hechos”. “Amarse a sí mismo más que a cualquier otro” es inherente a la naturaleza humana, aunque la mentalidad religiosa, propia de la especie, lo disfrace de solidaridad, caridad, amor al prójimo y al pueblo. “No pretenderás decirme: Estas cosas me causan placer como aquellas otras se lo causaban a los Torcuatos”. Es exactamente lo que estoy diciendo. “Pero si la vida es una abanico de amplio vuelo también habrá altruistas”, santos, voluntarios, militantes y toda clase de ángeles, arcángeles y querubines. Pero no lo hacen por los demás, la revolución, la justicia y la libertad sino pensando en sí mismos “¿o crees que no se preocupaban de sus ventajas e intereses personales?”.
Y no critico que aireara las incoherencias de Epicuro, de Aristóteles y de su amigo Bruto, porque, también a mi, me gusta airear las suyas, aunque no de las conclusiones sino de su conducta. “Epicuro dice muchas cosas admirables, aunque no se preocupa de la coherencia y las consecuencias lógicas de lo que dice”. Tampoco yo, aunque, a él, parece preocuparle mucho, quizá demasiado. Y no creo que se trate de un problema doctrinal, ni deformación profesional, sino algo más profundo, más primitivo, si, como asegura Montaigne, “los que extienden su ira y odio más allá de los asuntos en sí, muestran defender causa ajena a la cosa y causa particular”. Y ¿qué causa hay más “ajena a la cosa” que la manera de ser de cada uno? Porque no creo que eligiese la Academia para no juzgar y ser más libre, sino porque, dudar y cambiar de opinión, forman parte de su carácter. Al menos eso afirma un experto conocedor de sí mismo: “No es deliberadamente como he elegido mi escandaloso modo de hablar sino que la naturaleza la ha escogido por mí”.
“Pero quien razona con agudeza no debe observar lo que cada uno dice, sino lo que cada uno debería de decir”. Es lógico, por ejemplo, que Zenón concluya “que el sabio es feliz incluso en la tortura” porque para él el dolor no es un mal, o que Aristóteles lo niegue: “Los que andan diciendo que el que es torturado es feliz si es bueno, dicen una necedad, voluntaria o involuntariamente”, porque cree que para ser feliz se necesitan los bienes del cuerpo y los del alma, pero no Epicuro que “mide el mal por el dolor y el bien por el placer, y dice que nada nos afecta sino lo que se experimenta en el cuerpo”, porque cualquier molestia, por pequeña que sea, nos haría infelices. Quizá fuera una broma, pensara que la sabiduría hace milagros, o le gustara la contradicción tanto, como a él, la coherencia. Aunque lo más probable es que hablara de sí mismo, porque, basta con mirar a nuestro alrededor, para comprender que la escala del placer va desde el potro a la cama. La felicidad no depende, como dicen, de la virtud, del placer ni de la sabiduría sino de la manera de ser de cada uno, porque tan inepto o masoquista puede ser el sabio como el ignorante. Aunque Cicerón lo niegue, la empatía no debía formar parte de su carácter.
“Bien mirado, los argumentos que esgrime Epicuro son los mismo que los de los demás filósofos” porque, «¿en qué son mejores cuando se trata de hacer frente a los males que más nos angustian?». No temía la muerte: “Nada es para nosotros la muerte, porque lo que se ha disuelto carece de sensación, y lo que carece de sensación es nada para nosotros”, ni el dolor: “El dolor no dura ininterrumpidamente, sino que el más agudo permanece el mínimo tiempo”, alababa la vida frugal: “Los alimentos frugales proporcionan igual placer que una dieta abundante, una vez que se ha quitado por completo el dolor que procede de la necesidad” y despreciaba el dinero igual que Sócrates y Diógenes.
Tampoco la sinceridad debía ser una de sus cualidades. Pues, a pesar de su debilidad ante el dolor y la muerte, afirma orgulloso que “en la virtud se encuentra ayuda suficiente para la vida feliz”. “De hecho -dice- si la virtud existe, duda que tu tío Bruto ha echado por tierra, tiene bajo su dominio los avatares que al hombre le pueden acontecer”. El problema es que su manera de ser y la de Catón eran muy distintas. Sé que sabios, santos y héroes despiertan admiración y, en los que no se conocen a sí mimos, deseos de emular sus actos. Catón, sin embargo, que sabía que no era el dolor, la virtud y la sabiduría sino la naturaleza la que guiaba sus pasos, pidió a familiares y amigos que no le imitaran. Y no lo hicieron, porque, como advierte Cicerón, no “conviene experimentar cómo nos caen los caracteres ajenos”, sino “proceder de forma que en nada nos opongamos a la naturaleza humana y, quedando ésta a salvo, obrar en conformidad con nuestro carácter particular”.
Sorprende, sin embargo, que “gustara y saboreara la muerte” hasta el punto de “apartar al médico, reabrirse la herida y destrozarse las entrañas con las manos”. Aunque no deberíamos darle tanta importancia, porque si, en la escala del dolor, ocupaba el peldaño más elevado, en la escala de la empatía, del amor o de cualquier virtud probablemente ocupara el extremo opuesto. Porque, como recuerda el poeta, “los dioses no otorgan a los humanos todo a la vez”. Tampoco debería sentirse demasiado orgulloso porque “ninguna cualidad enorgullecerá a quien piense en la nulidad de la condición humana”.
Cuídate