Confiesa Cicerón a sus amigos que “dedicarse a la filosofía es una necesidad”, y para mí, pero por mi manera de ser, no porque sea una medicina para el alma, o más clarividente, inteligente y culto que los demás. “La multitud, sin embargo, la ve con desconfianza y desagrado”. Quizá no la necesite. No todos pueden “curar el alma, hacer desaparecer las preocupaciones, liberar los deseos y disipar los temores” meditando y reflexionando. Y si piensa que “quien teme lo que no se puede evitar, no puede vivir con el ánimo tranquilo”, se equivoca. Más infelicidad producen los sentimientos, los asuntos cotidianos y el trato con los demás que el dolor, la muerte y las enfermedades. Nadie come, ríe y hace el amor pensando en la muerte ni, cuando besa a su hijo, piensa que algún día morirá.
Sorprende, sin embargo, que -después de alabar “las discrepancias y polémicas” de los filósofos griegos, criticar la intolerancia de los “que están entregados y consagrados a principios fijos y establecidos”, y exaltar la libertad de los que “siguen lo que parece verosímil”- afirme tajantemente que “si el dolor es un mal no basta con carecer de él para ser feliz”, ¡cómo si lo verosímil fuera verdad y no una simple opinión!, y que no se trata de saber si el dolor es un mal, o el más grande de los males, sino “de dotar de firmeza al alma para soportar el dolor”. ¡Cómo si las conclusiones no dependieran de los principios!
Quizá olvidara que la diversidad forma parte de nuestras raíces, y que si nuestra complexión física y mental es distinta, también lo serán nuestras inclinaciones: que le gusta “someter a discusión en todas las cuestiones el pro y el contra”, a mí escuchar todas las opiniones, porque no busco la verdad ni lo verosímil sino entretenerme; que le gusta buscar “remedio contra el dolor” entre “quienes consideran que el bien moral es el sumo bien, y la bajeza moral el sumo mal”, a mí oír a todas las escuelas; que no considera “regla suprema de toda sabiduría, la proposición enunciada por Aristóteles en su Ética a Nicómaco: el sabio persigue la ausencia de dolor, no el placer”, yo sí, Hegesias también: “El sabio no aventaja tanto en la elección de los bienes como en la evitación de los males, al establecer como fin el no vivir penosa ni tristemente”.
Escuchemos, pues, las Tusculanas, las Epístolas y las Máximas Capitales; a los postres, la Consolación a Apolonio, y la Parerga de Schopenhauer. ¿Para imitarlos? No, para conversar. La edad sacia los placeres físicos, no los placeres del espíritu. Dice Plinio que “cada uno es el mejor instructor de sí mismo siempre que sea capaz de estudiarse de cerca”. Cierto, no hay camino más recto y seguro hacia la felicidad que conocerse, aunque dejarse llevar por la manera de ser sea igual de instructivo porque, ¿para qué nos estudiamos, escudriñamos y paladeamos si no es para sentirnos a gusto con nosotros mismos? Montaigne, sin embargo, cree que “hay pocas almas que merezcan que se les confíe su propia conducta y que puedan bogar en la libertad de sus criterios más allá de las opiniones comunes”. No sé cuantas bogan libremente, pero la razón, la sabiduría, el sentido común, la experiencia, incluso imitar a los mejores, son tan diestros timoneles como el carácter, aunque yo prefiero dudar y equivocarme, porque, por mucho que divinicemos sus almas, sólo son hombres.
Veamos sus propuestas. Se queja Cicerón de la receta de Epicuro: “Si el dolor es extremo tiene que ser breve. Si es duradero hay más alegría que sufrimiento”. ¿De qué sirve cuantificar los dolores si “no precisa la medida ni de la intensidad ni de la duración”? Se pregunta. No pensaba lo mismo Aufidio Baro si, en el momento de morir, “secundando los preceptos de Epicuro, confiaba que no sentiría dolor alguno; mas, en caso de sentirlo, que encontraría un alivio notable en su misma brevedad, puesto que ningún dolor es duradero si es intenso”. Tampoco Séneca, si confiesa a Lucilio que “el dolor resulta leve si nuestros prejuicios no le añaden nada”. ¿Prejuicios? Yo diría ignorancia porque sabemos por experiencia que, a menudo, los avatares de la vida no son tan terribles como imaginamos.
Quizá confundiera la oratoria con la filosofía, las Tusculanas con las Catilinarias y la villa de Túsculo con el Foro. Pues hasta el más ignorante sabe que la medida del dolor depende de la naturaleza de cada uno, que lo que beneficia a unos puede perjudicar a otros y que es un simple anhelo porque, observándonos, podemos prever el dolor, incluso aliviarlo, pero de la muerte no tenemos experiencia, aunque la comparemos con un dulce y profundo sueño (“broncíneo”, lo llama el poeta). Y, así sería, si transmigráramos o resucitáramos, aunque de nada serviría si al despertar no somos los mismos. No me extraña que Filemón pusiera como condición, para bajar al Hades, que su amado Eurípides conservara la conciencia, porque, para deambular solo e inconsciente por un antro silencioso y oscuro, mejor callejear por la luminosa y bulliciosa Atenas.
También podría ser deformación profesional. Pues, a pesar de los testimonios favorables, alega que “podría citar muchos hombres de valía que están sufriendo hace varios años dolores atroces”, y yo muchos que, a pesar del dolor, no cedieron como Zenón que “cortándose la lengua de un mordisco se la escupió al tirano a la cara”, como Anaxarco que espetó al verdugo que le golpeaban con el mazo: “Machaca el envoltorio de Anaxarco, que a Anaxarco no lo machacas” y como Teodoro que replicó al rey Lisímaco que le amenazaba con crucificarlo: “A Teodoro le da igual pudrirse bajo tierra o en el aire”. No debería, sin embargo, burlarse de Epicuro, porque si, para él, no hay mejores armas contra el dolor que “la reflexión, la fortaleza y el diálogo interior”, ¿por qué no podría ser para otros leer un libro, recordar los buenos momentos y conversar sobre temas placenteros? Incluso “gritar y lamentarse”, como recomienda Montaigne: “Si el cuerpo se alivia quejándose, quéjese”. Pues si el justo medio depende de nosotros, ¿por qué no podemos patalear y revolcarnos?
“La necesidad es un mal, pero no hay por qué vivir con necesidad”, “Es necio quien vive para sufrir”, “En muy poco radica la vida feliz”. Sabios pensamientos, aunque, si necesitara curar mi alma, no acudiría a Epicuro, Séneca y Marco Aurelio sino a Queronea. Pero no para hablar con Plutarco, sino para preguntar a Apolonio si le fueron útiles sus consejos: “Sin duda el mejor remedio contra el dolor es la razón y la preparación, a través de ésta, para todos los cambios de la vida” y, para una vida “sin penas, tranquila, soportable”, “conócerse a si mismo” y “nada en demasía”. “Pues si uno retiene en su mente estas máximas podrá adaptarlas fácilmente a todas las circunstancias de su vida y soportarlas sabiamente”. Quizá no haya que bucear tan hondo ni tan cerca si, como asegura Tiberio, a los veinte años todos sabemos lo que nos perjudica.
¿Qué piensa Schopenhauer? Como yo que “la ausencia de dolor es la medida de la felicidad”. Pero no porque “el placer y la felicidad sean de naturaleza negativa y el dolor, por el contrario, de naturaleza positiva”, o busquemos por naturaleza el placer y huyamos del dolor, o cualquier otro argumento, sino porque sé, por experiencia, que para no sentirme mal, o sea a gusto, no debo elegir lo que me gusta, sino lo que no me hace daño. Muy necio sería si, triplicando la edad en la que, según el emperador, deberíamos ser sabios, cambiara la salud del cuerpo y la tranquilidad del alma por un atracón o una borrachera. Aunque, si mi manera de ser fuera distinta, nada ni nadie me impediría gozar de los placeres “que encontrase al paso”.
Es curioso, sin embargo, que advierta, como Hegesias, que “la felicidad es imposible, pues el cuerpo sufre muchos padecimientos y el alma sufre con él”, a los que creen “que todos nacemos en Arcadia” que “pronto el destino enseña que nada es nuestro, que todo es suyo”, incluso pies, nariz y manos y, a los que confían en el futuro, “que la suerte nos niega muchas cosas que la esperanza promete” como la igualdad, la justicia social y el paraíso en la tierra. Concluyendo, a pesar del tiempo transcurrido, que “la felicidad está fuera de nuestro alcance”. Quizá los griegos, como Zeus por haber nacido antes, percibían con más nitidez el trasfondo de las cosas, porque alguna aberración tiene que haber producido dos mil años de optimismo y progreso.
Dice Cicerón que, a veces, “embarga su alma una sensación de miedo y dolor al pensar que un día dejará de ver la luz del día y perderá todas las ventajas de la vida”, también a mí, pero no por los bienes abandonados, sino porque “la vida es en sí misma dulce, agradable e indestructiblemente poderosa”. Al menos eso dicen Homero, Aristóteles y Nietzsche, porque no creo que pensaran igual sus sirvientes y esclavos ni los griegos, si hubiesen sido vencidos por los troyanos.
“Entonces a Meleagro también su esposa, de bello talle,
empezó a suplicarle entre lamentos, y le relató todos
los males que acontecen a las gentes cuya ciudad es conquistada:
matan a los varones, la ciudad se reduce a cenizas por el fuego,
y los extraños se llevan a sus hijos y mujeres.
Su ánimo se conmovió al escuchar tantas calamidades,
echó a andar y se vistió con las resplandecientes armas”
Cuídate