“¿Qué diré de la Consolación?» -escribe Cicerón, en su autobiografía espiritual, unos meses antes de su muerte-. “Que, después de poner remedio a mi propia tristeza”, alivie “la pena, la inquietud y la angustia” de los demás. Bello deseo, si la manera de ser fuera la misma para todos. Pero, si cada “uno reacciona a una forma de consolación y otro a otra”, ¿no deberíamos conocerlas todas para saber cuál nos conviene? Incluso probarlas, porque se trata de eliminar o mitigar la aflicción, no de averiguar si es una enfermedad o una perturbación del alma.
“Yo, en mi Consolación, -confiesa- he reunido todas las formas porque mi alma estaba inflamada y probaba en ella toda forma de curación”. Quizá no fueran los remedios, sino la actividad, porque las enfermedades del cuerpo y del alma dependen más de la naturaleza que de la fortuna, y la curación más de la voluntad que del fármaco, o sea más del carácter que de la filosofía. Entonces, ¿para qué escuchar a Cleantes, Aristóteles, Epicuro, Arístipo, Crisipo y a él, si la enfermedad y la curación dependen de la naturaleza? Porque si el alma está sana, las palabras no pueden dañarla, y si está enferma, podrían aliviarla.
“Hay quienes piensan, como el estoico Cleantes, que el único deber del que consuela es hacer ver que dicho mal no existe en absoluto. Otros, como los peripatéticos, piensan que no se trata de un gran mal”. Puede que los adeptos al Pórtico admiraran a Cleantes por extirpar la aflicción desde la raíz, y los seguidores del Liceo admiraran a Aristóteles y Teofrastro por moderarla. Pero dudo que alivie saber que la muerte de un hijo y la pobreza no son un mal y, si lo son, que carecen de importancia. Se pregunta Montaigne si “el valor contra los embates del dolor, la muerte y la pobreza lo había alcanzado Epaminonda por naturaleza o por arte”. Yo creo que por naturaleza, y si algo aprendió fue porque nació con esa predisposición. Tampoco creo que fuera su alabada sabiduría sino la manera de ser la que alivió a Anaxágoras de su dolor: “Sé que lo había engendrado mortal”, porque también lo sabía Cicerón y, sin embargo, tardó meses en recuperarse de la muerte de su hija Tulia. Si la sabiduría aliviara el dolor, con la misma contundencia con que demuestra que no es un mal y que la muerte es un bien, envidiaríamos a los sabios, lamentaríamos nuestra necedad y pagaríamos por el saber, o por las lágrimas si aliviaran el llanto, como especula Filemón:
“Si las lágrimas fueran un remedio para nuestros males,
y siempre el que gime hiciera cesar su sufrimiento,
tomaríamos lágrimas, dando a cambio dinero”.
“Hay quienes -como Epicuro- quieren apartar la atención de los males y dirigirla hacia los bienes”. Y yo “si lograra ponerme de acuerdo con él sobre la naturaleza del bien”, escribe Cicerón. “Pero examinemos antes su opinión”, añade ansioso por mostrar sus habilidades dialécticas. Dice “que es una necedad pensar en un mal que puede venir, o que quizá no se presente nunca; bastante odioso es todo mal cuando se ha presentado”. Se equivoca replica Cicerón: “no hay nada que alivie tanto la aflicción como el pensar, en cada momento de la vida, que no hay nada que no pueda suceder, meditar sobre la condición humana, sobre la ley de la vida y nuestra disposición a obedecerla”. Más necio sería no pensar en el dolor, la enfermedad y la muerte porque perjudica a otros, o hacerlo sabiendo que, por nuestra manera de ser, sufriríamos; sabio, sin embargo, si juzgamos por nosotros mismos. Y, si después de valorar los remedios, no eliges ninguno, tampoco importaría, porque la duda, la reflexión, la critica nos hace libres.
Dice “que hay que apartar del pensamiento las penas y contemplar los placeres”. ¡Cómo si olvidar “las preocupaciones que nos desgarran, nos torturan, nos aguijonean, nos queman, no nos dejan respirar” dependiera de nuestra voluntad! Preguntaron a Temístocles si deseaba aprender a recordar, respondió que prefería que le enseñaran a olvidar. Ya sé que muchos hubiesen respondido lo mismo. Pero, ¿por qué iba a escribir a Idomeneo que tenía “tales dolores de vejiga y de intestinos, como no puede haberlos más agudos; pero, a pesar de ello, gozo de mi alma al recordar nuestras conversaciones pasadas” si no era verdad? “¿Por qué?”. Cicerón por la gloria, Epicuro por la fama. “Pero se estaba muriendo”. ¿Es que no era el mismo vivo, muerto, joven, adulto, anciano? Cambian las circunstancias, la manera de ser siempre es la misma. “No distingue el placer de la ausencia de dolor”, se queja harto de sus contradicciones e incoherencias. Si distinguiera el placer de la ausencia de dolor, como Jerónimo, o llamara placer al “suave cosquilleo de la carne”, como Arístipo, la manera de ser de los tres sería la misma. ¿O crees que las diferencias teóricas se deben a los principios? “Esto es lo que Epicuro dice: Feliz el hombre que sabe disfrutar de los placeres presentes y confía en seguir disfrutándolos, sin que sobrevenga el dolor, especialmente si está satisfecho con los bienes que ha disfrutado y no teme ni a la muerte ni a los dioses”. “¡He aquí la noción epicúrea de la vida feliz!”, y la mía, la suya, la de todos, porque el placer y el dolor son inherentes a la naturaleza humana, aunque no los sintamos de la misma manera ni por las mismas cosas.
“Lo que cuestiono es su agudeza no su moralidad”. Entonces, ¿por qué le recrimina que alivie las penas recordando “la unión de los cuerpos, los juegos, los cantos y las bellas formas”? No me extraña que Montaigne dude de la sinceridad de nuestros juicios, “porque hay pocas cosas en las cuales no tengamos, de un modo u otro, particular interés”. ¿El suyo? El de casi todos: el poder, el prestigio y el dinero. Cuenta Diógenes que, “volviendo hacia afuera Antístenes los rotos de su manto, le dijo Sócrates: Por los agujeros de tu manto veo tu vanidad”. Pues yo, en sus críticas a Epicuro, veo su ambición. “Se irritan porque no se atreverían a defender sus opiniones ni en el senado, ni en la asamblea, ni delante del ejército”. ¿Quién habla de predicar? Hablo de ti, de mí, de todos. Por mucho que distingan entre bienes vulgares y auténticos; el amor a los cargos públicos, al poder y a la riqueza no es exclusivo de ignorantes y necios sino común a todos los seres humanos. A los bienes les sucede como a Afrodita, que por mucho que denigren la vulgar y ensalcen la elevada, el sexo tiene más fieles que el amor a la libertad, a la justicia y a la sabiduría porque, “en voluptuosidad, riqueza y poder -observa Montaigne- siempre abarcamos más de lo que podemos”.
“Hay quienes, -como los cirenaicos-, piensan que basta con mostrar que no ha sucedido nada inesperado”. Y no les falta razón, porque no duele lo mismo la muerte de un joven que la de un anciano, ni una enfermedad y una muerte repentinas que las que se aguardan, aunque demuestren lo contrario. En la vida pesan más la intuición y la experiencia que los razonamientos. También Eurípides cree que prevenir alivia el sufrimiento:
“Recordando las palabras que había oído yo a un hombre sabio,
meditaba en mi interior las desgracias que me sobrevendrían:
o una muerte prematura, o la huida dolorosa del exilio,
o pensaba siempre en un gran mal,
para que, si me llegaba alguna calamidad enviada por el azar,
al cogerme desprevenido no me desgarrara”.
A Montaigne, sin embargo, le parece “gran simpleza alargar y anticipar, como hacen todos, las incomodidades humanas. Prefiero ser viejo durante menos tiempo a serlo por adelantado”, a Crisipo contraproducente, porque, oír que las vicisitudes de la vida dependen del azar, desmoraliza a muchos. Para mi, sin embargo, meditar continuamente es la mejor manera de asimilar lo inevitable, porque la reflexión y el tiempo son los mejores remedios para soportar con entereza las enfermedades, el dolor y la muerte.
“En realidad -advierte Cicerón- Eurípides estaba hablando de su propia experiencia”, y él, y yo, y todos, aunque disfracemos nuestra opinión bajo una manto de universalidad: la humanidad, los trabajadores, los pobres….No hace falta ser filósofo, ni erudito, ni siquiera un buceador delio -como arguye Sócrates- para comprender que tras los bellos ideales, que mueven a hombres, pueblos y naciones, se ocultan lo intereses más comunes de la naturaleza humana: el deseo de riquezas, de posesión y de dominio. ¿Qué haremos? Reír homéricamente, escribir sobre griegos y romanos, soñar que vives en medio del océano o refugiarte en tu interior y entretenerte contigo mismo.
“Crisipo, por el contrario, considera que lo fundamental, en la consolación, consiste en arrancar del que sufre la creencia que le lleva a pensar, que está cumpliendo con un deber justo y debido”. ¿Arrancar? ¿Acaso el que llora por deber sufre realmente? Y si es por naturaleza, ninguna razón, por muy convincente que sea, impedirá sus lágrimas. Y, aunque pudiera, ¿por qué tendría que dejar de llorar y lamentarse si Solón, uno de los siete sabios, pedía a familiares y amigos “que en su muerte no faltaran las lágrimas”?
Ennio, sin embargo, pedía lo contrario: “Que nadie me honre con sus lágrimas, ni llore en mis funerales”. Pero, por su manera de ser, no porque le pareciera poco viril e impropio de un ciudadano romano. ¿Entonces? Piensa siempre por ti mismo, porque, si la manera de ser determina “en última instancia” nuestro comportamiento, los que apremian, corrigen y censuran no persiguen el bienestar de los demás sino el suyo.
Cuídate