Afirma Hipias que Homero ha representado a Aquiles como el más valiente, a Néstor como el más sabio y a Odiseo como el más rico en recursos. En la Ilíada quizá, la estratagema del caballo fue muy ingeniosa y, más aún, llamarle Nadie en la Odisea para confundir a Polifemo. Aunque si hubiera asistido a la representación de Alcestis, en lugar de parlotear con Sócrates sobre lo bello para todos y para siempre, sabría que más acaudalados son los personajes imaginados por Eurípides. Juzga tú mismo.
Empecemos por el protagonista, empecemos por Admeto. Los ancianos -advierte a los espectadores- se quejan de la vejez y de la larga duración de su vida, pero, cuando la muerte se acerca, nadie quiere morir y la vejez ya no es una carga para ellos. Pero no es por la edad o el sexo, sino porque la distancia entre lo que decimos y hacemos forma parte de la naturaleza humana, aunque la magnitud dependa del carácter. Y como el tiempo modifica el cuerpo, no la manera de ser ni la naturaleza humana, las palabras y los hechos, como las asíntotas, están condenados a no encontrarse. Y si crees que están fabricados con los mismos materiales, te equivocas, tampoco lo están lo observado y lo soñado, ni lo percibido y lo pensado. Las palabras, los pensamientos y los sueños son dúctiles, intangibles e invisibles como los átomos de Epicuro y Demócrito; los hechos son sólidos, densos, e imperturbables como las murallas de Micenas y Tirinto. Al menos eso asegura Montaigne: Veo la muerte con indiferencia cuando la veo de manera universal y como fin de la vida. En bloque la saboreo, al por menor, me amedranta. A mí, sin embargo, me desconcierta, porque puedo imaginar la causa formal, material y eficiente de Dios, el cosmos y la existencia, incluso la finalidad, pero de la muerte es imposible. ¡Claro que tampoco comprendo que demos vueltas en el vacío sin que nada ni nadie nos sujete! Porque Atlante es una bella imagen, y la gravedad es una palabra, y yo necesito algo más sólido que una ecuación y unas espaldas. Quizá me suceda, como a Eurípides, que después de aferrarse a innumerables doctrinas no halló nada más poderoso que la Necesidad, aunque, en mi opinión, más sólida, densa e imperturbable es la ignorancia, y no me refiero a la vulgar sino a la docta. Y contra ella tampoco hay remedio.
Y no es un problema de razón, porque si, en fuerza y longevidad, somos inferiores, en imaginación superamos a Dios y a la Naturaleza, si es que son cosas distintas; tampoco es un problema de convicción y creencias, porque la muerte, por mucha fe o argumentos que inventemos, es tan incomprensible como la conducta humana y el cosmos, aunque nos guste imaginar poéticos e inútiles argumentos sobre la luz, el más allá y el Hades. Lo que no debería sorprendernos, porque si la vida es gradación (¡incluso la nada! según Lucrecio), participará de la razón y de los instintos, e igual que Sócrates obedecía a su daimón sin explicaciones ni argumentos, amamos la vida a pesar de las enfermedades, la vejez y la muerte. Racionalizar lo imposible es un gran mérito, ¿no te parece?, y útil, porque sin nuestras imaginaciones no sobreviviríamos. Al menos eso asegura Sócrates: Una vida sin examen no tiene objeto vivirla. Lo creo, tampoco podría yo vivir lejos del mar, el viento y los temporales.
Así que dejemos de elucubrar sobre la Revolución, Dioniso y el Crucificado, porque para los seres humanos, sean cristianos, ateos o paganos, hayan nacido en Cádiz, Roma o Atenas, nada hay más preciado que la vida. Y si crees que amarla incondicionalmente es consustancial al alma griega, y despreciarla la esencia del marxismo, anarquismo, populismo y demás sucedáneos del cristianismo, ¿por qué esos espíritus puros, tallados en solo bloque de piedra, como poetiza Nietzsche, se iniciaban en los misterios? ¿Por qué no bajaban los cristianos a la arena del Coliseo si les aguardaba el paraíso? ¿O por qué morían los comunistas por la revolución si el advenimiento del comunismo era inevitable? Si nos sumergiéramos en las profundidades del alma, en vez de revolotear por las alturas, comprenderíamos que la religión es tan necesaria como la filosofía y la ciencia, que la fe y la razón son inherentes a la especie humana e imaginaríamos la realidad no como una lucha de elementos contrarios, sino como una mezcla difusa y heterogénea en la que todo es posible. Porque donde manda la fe y la razón hay jerarquías y altares, donde reina la imaginación hay opiniones, opciones y puntos de vistas, variados y efímeros como las nebulosas, las estrellas y la especie humana. Muchas cosas asombrosas existen y, con todo, nada más asombroso que el hombre, canta eufórico el coro de ancianos. Individualmente, quizá, como especie es digno de lástima.
Me querían de palabras y no con obras se queja Admeto. ¡Cómo si Alcestis no pudiera acusarle de lo mismo! Claro que si culpar a Dios, o al destino, no fuera inherente a la naturaleza humana, Platón no se habría preguntado, cuando se encontraba con hombres que obraban torpemente: ¿Seré yo igual que ellos?, ni Montaigne reconocido que cien veces al día nos burlamos de nosotros mismos al burlarnos del vecino. Una brizna de sinceridad, sin embargo, debía formar parte de su carácter, si, antes de que el coro confesara su desánimo, reconoció que no debería estar vivo, aunque su autocrítica sólo ocupara dos líneas del libreto: Aquí vive aquel que no se atrevió a morir, que, por cobardía, entregó a cambio a su esposa y escapó a Hades. Es curioso que siendo las palabras las sombras de los hechos, valoremos más lo que decimos que lo que hacemos y, más aún, sabiendo que Admeto es un cobarde. Extraño sería si la naturaleza humana fuera tan diversa como el carácter, porque, al juzgar según la manera de ser de cada uno, sólo por azar coincidiríamos. Pero, siendo la naturaleza humana una y la misma para todos, es natural estimar más lo que nos diferencia, las palabras más que los hechos, porque lo común nadie lo valora, aunque todas las conductas sean, de alguna manera, sabias, si es el carácter, no la clase social, lo que determina en última instancia el comportamiento.
Continuemos con el padre. No es mi deber morir en tu lugar, replica Feres. Muero por ti, aunque me hubiera sido posible no hacerlo, confiesa Alcestis. Me pregunto qué vicio ocultarán si todos los excesos, según Plutarco, son viciosos. El masoquismo no creo, no hay pueblo más orgulloso de sí mismo, de su libertad y de su pasado que griegos y romanos. Pero si el sentimiento de culpabilidad no es inherente a la especie, ¿por qué ha calado tan hondo en el corazón de los europeos? ¡Por sus raíces cristianas! Porque, aunque la culpabilidad formara parte de la idiosincracia de griegos y romanos, la intensidad depende del momento e individualmente del carácter. Y como, en la escala de la vida, los instintos ocupan el primer puesto y la razón el último. Feres, al negarse a morir por su hijo, estaría en cabeza, Alcestis, por su empatía, en el extremo opuesto, los demás personajes en medio, entre el dos y el nueve. Claro que, si sustituyéramos la vida por el amor, Alcestis subiría al primer puesto y Feres descendería al último. Así que no mantengamos sólo un punto de vista. Que la razón y las costumbres condenen el egoísmo de Feres, no significa que los instintos no lo absuelvan.
Llegará la hora en que nos será necesario pagar por haber sido cristianos durante dos mil años, lamenta Nietzsche. Quizá confundiera la naturaleza humana con el cristianismo, dicho filosóficamente, la causa con el efecto, porque entre prometer, como Jesús, la vida eterna, o desear a los iniciados las más dulces esperanzas para el final de la vida y para toda la eternidad, como Isócrates, no veo ninguna diferencia. Pero si eres de los que vociferan que el cristianismo no forma parte de nuestras raíces, cierra los ojos, levanta el puño y repite con Eurípides: Es natural que los griegos dominen a los bárbaros, y no que los bárbaros manden a los griegos. Pues ésa es gente esclava, y los otros son libres; con Tucídides: Siempre ha prevalecido que el más débil sea oprimido por el más fuerte; con Isócrates: La salvaguarda más segura es el cuidado de las cosas de la guerra y con Zenón: La misericordia es una enfermedad del alma. ¿No? ¿Por qué? ¿Qué te lo impide? No hay dictadura más férrea que la ideológica, ni ideología más perniciosa que la ignorancia.
Sigamos con la madre. Me pregunto por qué, dejando hablar a la mujer y al esclavo y al amo y la doncella y la vieja, como se ufana Eurípides en las Ranas, Periclímenes no interviene en ningún momento. Quizá pensó que la tensión dramática aumentaría permaneciendo en silencio, como Timantes, que cubrió el rostro de Agamenón porque no era capaz de expresar el dolor, al ver a Ifigenia esperando la muerte junto a altar. ¿O crees que los fríos y cínicos argumentos del padre hubieran sido creíbles en boca de una madre? Pero los espectadores saben que Periclímenes es tan egoísta como Feres. Lo sé, los hechos están ahí, a la vista de todos. Pero las leyes que rigen la realidad y la ficción no son las mismas, en los hechos manda el azar; la ficción, sin embargo, ha de ser verosímil. Y no me refiero al comportamiento. Justificar el egoísmo, la codicia, la cobardía, el odio y demás vicios forma parte de la naturaleza humana, incluso que, arrastradas por la pasión, Medea estrangulara a sus hijos y Procne sirviera el suyo a su marido para la cena, pero no sus argumentos. La muerte es difícil razonar, el infanticidio imposible. Puedes comprobarlo por ti mismo.
Si Periclímenes, al encontrarse con su hijo, en vez de abrazarle, le hubiera espetado como Feres: No mueras tú por mí, que yo tampoco lo hago por ti. O si después de decirle: Habrías librado una bella batalla, si hubiese muerto en lugar de tu hijo. Pues al fin y al cabo breve era el tiempo que te quedaba de vida, hubiera respondido: Gozas viendo la luz, ¿piensas que tu madre no goza con verla? ¿Te habría resultado creíble su conducta? ¿Y sus palabras? ¿Y, cómo habrías reaccionado, después de que madre e hijo abandonaran el escenario? ¿Habrías seguido la representación o te habrías levantado del asiento?
De acuerdo. Pero, si no se trata de reflejar la realidad, sino de hacerla creíble, ¿por qué intervienen los dioses y los esclavos? ¿O por qué los dioses razonan como humanos y los esclavos como filósofos? Los esclavos por ideología, en Atenas, según Apolo, hasta la muerte era una ilustrada; los dioses porque, en boca de una divinidad, las palabras resultan más creíbles. ¿O es que el público escucha con el mismo fervor a Heracles que a Feres? ¿O tú lees con el mismo interés los Ensayos de Montaigne que mis cartas?
¿Y el desenlace? ¿Por qué no finaliza, como la Ilíada, con el cadáver de Alcestis ardiendo en la pira? No deberías subestimar el poder de las creencias, que los intelectuales consideren ridículo que Heracles libere a Alcestis de las garras de la muerte, no significa que el público no lo creyera. Además, sin su intervención, los espectadores no se habrían sentido tan sabios como Sócrates. Porque, no hay que ser un reputado filósofo, para saber que, si todos hemos de morir y el destino es incierto, lo mejor es alegrarse, beber, preocuparse sólo de la vida de cada día, lo demás dejarlo en manos de la fortuna.
Sabio consejo, también lo era dejar la virtud en manos del azar y, sin embargo, Sócrates abandonó el teatro. Claro que si el bien, la verdad y la belleza que hemos proyectado sobre las cosas, son propiedad nuestra, como reivindica Nietzsche, por la manera de ser, o conociéndonos, Sócrates sabría que lo bello es lo útil, Nietszche que lo bello es el superhombre, Marx que lo bello es el comunismo, Safo que lo bello es lo que uno ama y yo que bello es lo que produce placer por medio del oído y la vista. ¿O creías que mis cartas tratan del bien y el mal, lo justo y lo conveniente? En mi isla no gobierna la Verdad -la llamen Dios, Revolución, Nación, Patria, Igualdad y Justicia- sino el atardecer, el cielo nocturno y los temporales.
Cuídate