El Puerto de Santa María

 

El muelle, el río, las casas junto al río,
el cauce salpicado de palmeras,
las almenas del castillo, las azoteas,
el espigón cuajado de pacientes cañas.

El vaporcito, blanco pastel de boda
confitado de aros y apliques de metal,
acuático tren de madera
que se desliza por vías invisibles y remotas,
navega por la bahía, pequeño recodo,
frágil como un juguete de porcelana.

Galeones y naves de Tarsis,
que duermen en el lecho de fango
somnolientos durante siglos,
envidian su incansable quilla,
su natural talento y su nombre Adriano
con sabor a Imperio de Roma

¿A quién no deja de sorprender
al pasar junto al viejo puente
el perfil de palmeras y azoteas
sobre el fondo rosado de la tarde?

Las cigüeñas, asiduas visitantes
de viejos campanarios,
observan a sus pies, sin vida,
muerto como un Sansón sin cabellera,
el Guadalete embadurnado
con aguas de cloacas y gasoil.