Grises arrugas envejecen
la aniñada piel del océano.
La bahía, sin olas, dormita somnolienta,
cabeceando en sus aguas
los esqueletos metálicos de las grúas.
Mientras los pinos se acurrucan en sus copas
arropados por la brisa.
Son momentos de tregua, de éxtasis,
de silencios, de luz blanquecina.
Mientras las farolas de la Alameda,
desoyendo las amorosas ramas del ficus,
titilan enamorando estrellas.
Espectador de una vida reinventada
con fe y palabras,
partícipe devoto de lo caduco,
contemplo la metamorfosis de la luz
tras los ventanales del cierro.
Mientras el océano se entrega
a la voracidad de las sombras
que ritualmente lo devora.
Es el ocaso de rosados dedos
frágil y pasajero.