Llueve. Está a punto de amanecer, pero apenas puedo ver más allá de las rocas. Y lo que vislumbro, cuando los relámpagos iluminan el islote, no es nada tranquilizador: un halo oscuro, negro como la noche, afiladas rocas y olas impregnando los cristales de la ventana. ¿Vencedor? Es pronto para saberlo. De momento los grises inundan el mar, el cielo y el interior del faro. Escribo con la escasa luz que llega de la bahía.
¿Sorprendido? Señal inequívoca de que progresas. Recuerda que la filosofía es hija del asombro y, como Eros, “está en medio del sabio y del ignorante”. ¿Motivo? ¿Por qué tendría que haberlo? Sé que el conocimiento hacía feliz a Teofrasto, Anaxágoras, Tales, Anaximandro y a todos los “que saben cosas grandes, admirables, difíciles y divinas”. Y que Demócrito prefería una explicación causal a todo el oro del mundo. Pero también que la felicidad no depende de esos conocimientos sino de ti mismo. Por eso eran felices, no por sus explicaciones, que sabían verosímiles, no verdaderas como reconoce Jenófanes:
“Ningún hombre conoció ni conocerá nunca la verdad.
Y aunque, por azar, resultara que dice la verdad ni él mismo lo sabría.
Sobre todas las cosas no hay más que opinión”,
y tu jardinero:
“Todo se resuelve con firmeza cuando, según un método de explicaciones varias, todo queda aclarado de manera acorde a las apariencias, cuando uno da una explicación verosímil de manera convincente sobre esas mismas apariencias”.
Cuenta Aristóteles que “Anaxágoras de Clazómenas, preguntado quién era el hombre más feliz, contestó: ninguno de los que crees, sino uno que te parecería extraño”. Dubitativo comenta: “Quizá, pensaba que el que vive sin dolor y según la justicia o participa de algún conocimiento divino era feliz”. La explicación parece convincente, pero incompleta, falta el motivo: ¿por qué le hacía feliz el saber en lugar de la fama o el dinero? Porque le resultaba placentero. Pero, ¿por qué? Porque le gustaba. Pero, ¿por qué le gustaba? Porque le resultaba placentero. En definitiva, no lo sabemos. Le resultaba placentero como beber cuando tenía sed o comer cuando tenía hambre, pero ignoraba la causa. Sabía, sin embargo, que conociéndose sería humanamente feliz. Pero Anaxágoras no era admirado por averiguar que la felicidad (f) es directamente proporcional al conocimiento de sí mismo (c), sino por tener la valentía de vivir de acuerdo consigo mismo (v). O sea que la fórmula de la felicidad no es f = c sino f = c/v. En otras palabras, que la felicidad no depende de la teoría sino de la relación entre la teoría y la práctica.
La ecuación (f = c/v), sin embargo, no está exenta de dificultades. Pues muestra el camino, pero deja en manos del azar el resultado. Dicho en otros términos, al no incluir a los demás (d), la sensación placentera que produce la felicidad, que algunos identifican con la felicidad misma, no está garantizada; por otro lado, al ser (d) una variable, los cálculos serán sólo aproximados, por tanto, el resultado siempre será incierto. Y no se trata de un problema técnico sino natural. Nunca sabremos lo que hay al final sin recorrer el camino. En definitiva, que la felicidad depende del azar o de los genes más que de ti mismo como atestigua Céfalo: “Con frecuencia nos reunimos algunos que tenemos la misma edad, y al estar juntos, la mayoría se lamenta echando de menos los placeres de la juventud….otros se quejan del trato irrespetuoso que, debido a su vejez, reciben de sus familiares….Pero respecto de tales quejas y de lo que concierne al trato de los familiares, hay una sola causa, Sócrates, y no es la vejez sino el carácter de los hombres”. La fórmula correcta sería entonces: f = c (+/- d) / v, siendo f (la felicidad), c (el conocimiento de sí mismo), +/- d (la dependencia de los demás) y v (la valentía). La proporción c/v es directa, c/d inversa e igualmente con respecto a f (la felicidad). Es decir, que a mayor conocimiento y coraje mayor felicidad, pero menor cuanto mayor sea la dependencia de los demás.
Sócrates, a pesar de ser víctima de esa trágica incertidumbre, consideraba falsos e impíos los versos que Esquilo pone en boca de Tetis:
“No imaginaba que la boca divina de Febo,
plena del arte de la profecía, fuera mentirosa.
Pero este mismo dios que cantaba,
el mismo que asistió al festín en persona,
y que había predicho todo aquello
fue quien asesinó a mi hijo”.
Porque si los dioses existen no pueden ser “causa de todas las cosas, sino sólo de las buenas” y, si estamos solos, ¿a quiénes podríamos culpar sino a nosotros mismos? Así que elijas una u otra opción, la conclusión es la misma: no son los dioses sino nosotros los causantes de nuestras desgracias. Reconozco que el razonamiento es impecable, y la conclusión contundente, siempre lo son cuando reducimos a dos las alternativas. Pero, ¿por qué tiene que haber un origen? Si el mal –como el amor, la envidia, la codicia, la venganza y el odio– fuera constitutivo de la especie humana, y la memoria el pegamento que une las piezas, el problema no sería el origen o la existencia del mal sino la especie humana. También, en este caso, los dioses estarían libres de culpa, pues, según Anaximandro: “El hombre se generó de animales de otras especies«, según Parménides: “La generación de los hombres se origina primeramente del sol”, según Empédocles: “De las cuatro raíces de todas las cosas.…procede todo lo que fue, es y será….los árboles, los hombres y las mujeres, las fieras, los pájaros y los peces que se nutren en el agua y también los dioses de larga vida”, según Anaxágoras: “Los animales nacen al caer del cielo las semillas en la tierra”, según Demócrito: “Los hombres surgieron de la tierra como gusanos sin autor ni razón alguna”, y más poéticamente Eurípides:
“El cielo y la tierra eran una sola forma
pero después que se separaron en dos, uno del otro,
produjeron todas las cosas y dieron a luz
árboles, pájaros, fieras, los que se nutren del mar
y la especie de los mortales”.
Admirable inventiva, ¿no te parece? Preguntaba Sócrates si “la sabiduría, la sensatez, el valor, la justicia y la piedad, son cinco nombres para una sola cosa o les corresponde objetos distintos”, yo me pregunto si no sucederá lo mismo con la imaginación y la inteligencia. Pero dejemos las hipótesis y centrémonos en los hechos: existan o no los dioses, sean o no culpables, la magnitud del mal depende única y exclusivamente de nosotros. “¡Ay, ay! –se lamenta Zeus- ¡Cómo les echan las culpas los mortales a los dioses! ¡Pues dicen que de nosotros proceden las desgracias cuando ellos mismos por sus propias locuras tienen desastres más allá de su destino!”.
Sócrates, a pesar de que la lógica y el logos ratificaban sus creencias, en vez de componer un hermoso peán exonerando al dios de toda culpa, versificó unas fábulas de Esopo. “Las primeras que me topé” –revela a Cebes. Su resquemor, desde luego, es comprensible. Pues, para un devoto seguidor de Apolo, que se autoanalizaba desde la infancia, descubrir que su felicidad dependía de los demás: “El caso es que los campos y los árboles no quieren enseñarme nada; pero, sí, en cambio, los hombres de la ciudad”, debió ser traumático como confiesa a Calicles: “Es mejor que muchos hombres no estén de acuerdo conmigo y me contradigan antes de que yo esté en desacuerdo conmigo mismo”. Aunque, a veces, quiera convencernos de lo contrario: “Hasta ahora, siguiendo la inscripción de Delfos, no he podido conocerme”.
¿Qué hubiera hecho yo? Seguramente lo mismo, aunque, no es propio, de alguien que se vanagloria de “haber nacido hombre y no animal, varón y no mujer, griego y no bárbaro”, obedecer ciegamente si, como asegura Heródoto: “El pueblo griego, desde muy antiguo, se ha distinguido por ser más astuto y estar exento de ingenua candidez”. Quizá malinterpretara el consejo del dios porque conocerse, más que descubrir cómo eres, es aceptar lo inevitable. Aunque a él, que alardeaba “de no prestar atención a ninguna otra cosa que al razonamiento” y exhortaba a “entregarse valientemente a la razón como a un médico”, saber que la ingratitud, el dolor y el sufrimiento le acompañarían hasta la muerte no parecía afectarle. Más suerte tuvieron Anaxágoras y Demócrito, pues, al descubrir que la felicidad dependía exclusivamente de ellos, sólo necesitaron el bastón de Crates para ahuyentar a los que trataban de impedírselo: “A veces se acercaban a visitarlo alguno de sus parientes, intentando disuadirle de sus propósitos. Este les alejaba con su bastón, y se mantenía inquebrantable”.
Y si –por cobardía, dinero, fama o poder– decides vivir en desacuerdo contigo mismo ten cuidado no te vaya a suceder lo que Alcibíades borracho confiesa en el Banquete: “Por culpa de este Marsias, muchas veces me he encontrado en un estado tal, que me parecía que no valía la pena vivir en las condiciones en que estoy….A la fuerza, pues, me tapo los oídos y salgo huyendo para no envejecer sentado aquí a su lado”, o la Musa Ática en sus «Recuerdos de Sócrates»: “Alcibíades, perseguido a causa de su belleza por una multitud de mujeres, malogrado….por una multitud de aduladores, estimado por el pueblo y habiendo ocupado los primeros puestos con facilidad….se descuidó de sí mismo”. ¿Musa Ática? ¡Jenofonte! ¿O creías que la diosa de la elocuencia era sólo Calíope?
Ignora, pues, al orgulloso Heráclito: “La erudición no enseña a tener entendimiento” y al dogmático Epicuro: “Huye, con las velas del viento, de toda cultura”. Y si eres feliz en los estadios, calculando el número de aqueos y troyanos que perecieron en la guerra de Troya, especulando sobre el sentido de la existencia o paladeando una copa de vino, no dejes que te lo impidan. Y, aunque el estagirita insista que “el hombre feliz necesita de los bienes corporales y de los externos y de la fortuna” y añada altanero: “Los que andan diciendo que el que es torturado o caído en grandes desgracias es feliz si es bueno dicen una gran necedad”, ten presente que es ley de la naturaleza humana universalizar nuestros deseos o lo que nos resulta más placentero. Pero si las leyes, como los fardo o las gavillas, son una manera cómoda de eliminar las diferencias no me sorprendería que, en esos hatos, haya individuos que desprecien el dolor o les sea indiferente. Y, no lo dice el virtuoso Zenón, sino tu hedonista jardinero: “Aun si fuera torturado, el sabio sería feliz”.
Hubiese sido más coherente reconocer que, como “lo que todo hombre dice, hace y vive se corresponde con su carácter”, él, Aristóteles de Estagira –discípulo de Platón y maestro de Alejandro- no lo sería, o simplemente haber escrito unas confesiones en vez de la Ética a Nicómaco. ¿Los demás? Habría que preguntarles o, mejor aún, observarles si, como afirma Demócrito: “Las palabras son sombras de los hechos”. Anaxágoras, por ejemplo, respondió que vivía “para conocer el cielo y el orden de todo el universo”, Sócrates “para tener conversaciones acerca de la virtud”, Arístipo “vivir de la manera más fácil y agradable posible”. ¿Yo? Que de ser Paris, habría entregado la manzana a Aristipo, porque Anaxágoras investigaba el cosmos y Sócrates el comportamiento humano porque les resultaba placentero. Así que no imites a ningún ser humano ni lo tomes como modelo, sólo como ejemplo de que fue feliz haciendo lo que le resultaba grato. Claro que podría aducir profundas y bellas razones. Pero mentiría si negara que es el placer, no el afán de saber, lo que me impulsa a leer sus opiniones, comentarios, reflexiones, incluso anécdotas y aficiones, y el culpable de que no desee conversar con ellos, o de que Sócrates bebiese la cicuta de un solo trago. No sé si sus opiniones sobre el alma, la muerte y la felicidad eran sinceras, pero sí que era feliz “examinándose a mí mismo y a los demás”. “Si me dijerais: Sócrates, te dejamos libre a condición de que no filosofes; os diría os aprecio y os quiero, pero mientras sea capaz no dejaré de filosofar” porque “una vida sin examen no tiene objeto vivirla”. ¡Era o no un moralista compulsivo! ¿Imaginas el intenso placer que debió sentir al oír la sentencia de muerte? Seguro que era el único ateniense que dudaba si morir era bueno o malo. “Nadie conoce la muerte, ni siquiera si es el mayor de todos los bienes para el hombre, pero la temen como si supieran con certeza que es el mayor de los males”. Reconozco que el razonamiento es impactante, pero no tanto como los versos de su amigo Eurípides:
“¿Y quién sabe si el vivir es estar muerto
y el estar muerto se considera después morir?”
Si pretendía noquear al jurado, habría que felicitarle, pues todos, sin excepción, debieron preguntarse si hablaba en serio o en broma. Aunque poco práctico, pues consiguió que le condenaran más por la intención que por el contenido. Hubiese deshecho el nudo con facilidad declarando que morir es el peor de los males, pero, según las circunstancias –en su caso la edad (¡tenía setenta años!)-, podía ser el mejor de los bienes, y me atengo a los hechos. A la epatante pregunta: “¿Cuánto daría alguno de vosotros por estar con Orfeo, Museo, Hesiodo y Homero?”, habría respondido: absolutamente nada. “Dialogar con ellos, estar en su compañía y examinarlos sería el colmo de la felicidad”. La suya puede, la de los demás lo dudo, la mía en absoluto. Yo, que vivo en medio del mar en compañía de las gaviotas y el viento, confieso sin tapujos que leeré sus versos mientras me resulten placenteros y, si alguna vez, desciendo al Hades me alejaré en silencio “con otras almas de difuntos hacia el Erebo”. “La razón –como dice Demócrito, o el individuo, como digo yo– obtiene de sí misma sus disfrutes”.
Venció la luz, pero su victoria fue pírrica. Durante toda el día el levante no dejó de zarandear ramas y olas. No hubo rincón de la bahía en el que no hurgase. Pero, con el ocaso, cambiaron las tornas. Una oscura franja azul se extendió por el horizonte, mientras la Osa ascendía escoltada por Arturo y Capella y, por el sur, avanzaba majestuoso Leo. Pero nada tan hermoso como la luna creciente junto al lucero del alba. ¿Sorprendido? ¿Es que en alguna no encontraste el parte al final como había prometido? Aunque hable del tiempo al principio, a mitad, incluso en los márgenes de la carta, siempre lo encontrarás antes de la propina. Y, si algún día, decido escribir largos y detallados partes sobre la luz, el viento y las olas, no te preocupes, dejaré en tus manos la filosofía si, como Eurípides, crees que “ni el atardecer ni la aurora son tan maravillosos”. ¿La propina? De Heródoto: “Son los avatares del destino los que se imponen a los hombres y no los hombres a los avatares del destino”. Seres curiosos los humanos, ¿no crees? Inventan un nombre e inmediatamente suponen un objeto. Pero las palabras no siempre lo tienen. ¿Entonces? Quizá llamemos destino a nuestra propia ignorancia.
Cuídate